lunes, 14 de septiembre de 2020

¿La monogamia es parte de la naturaleza humana?

Hablar solo de naturaleza no es suficiente. En realidad, mucho de lo que somos y la forma en que actuamos es producto de nuestra cultura: comportamientos que se instalan a lo largo del tiempo en respuesta condicionantes sociales, religiosas, económicas, jurídicas y políticas del momento. Lo biológico pesa, claro, pero somos la mezcla de naturaleza y cultura.

Nuestros antepasados homínidos caminaban recolectando, comiendo carroña y moviéndose de un lugar a otro y no fue hasta aproximadamente 10mil años a. C, que grupos de nómadas en Oriente Medio, a causa de veranos más cálidos y secos, comenzaron a amontonarse alrededor de los pocos cuerpos de agua que sobrevivían la sequía. Los alimentos disminuían y estos grupos empezaron a almacenar los granos que obtenían y a plantar semillas. Aquí se marca la clave de la civilización occidental: la agricultura. Esto llevó a que las tareas de cultivo las tomaran los hombres por la fuerza física que se necesitaba y las mujeres perdieran su papel de recolectoras y empezaran a realizar tareas secundarias, iniciando la subordinación femenina.

De las sociedades agrícolas, donde la explotación de la tierra dio entrada al derecho de posesión sobre ella, surge la familia monogámica: los hombres querían asegurarse de que la descendencia era propia para que su herencia llegara a manos de sus hijos legítimos. En pocas palabras, necesitaban asegurar la exclusividad sexual de su mujer para controlar que los hijos fueran suyos. En la centralidad de esta organización patriarcal está la idea de posesión: tener la tierra, la mujer, los hijos, en síntesis, el poder.

Para amarrar
Los matrimonios comenzaron a darse bajo criterios esclavizadores en la época de la antigua Roma, principalmente en las clases altas, con dicho propósito. Y fue la iglesia, con el concilio de Trento, la que convirtió el matrimonio (heterosexual) en acto sagrado para amarrar la ecuación. Esas normas sociales, impuestas por las instituciones de antaño, han favorecido el status matrimonial y la fidelidad a una sola persona como resguardo de la sociedad, reforzando la idea de que el matrimonio y la fidelidad son el camino correcto. Las leyes castigaban -y algunas lo siguen haciendo- con severidad las infidelidades, siempre con mucha más tolerancia a las de las mujeres que a las de los hombres. Siendo el matrimonio un contrato social, surge una doble moral que abre la puerta a la figura de las prostitutas y cortesanos como “vías de escape” que permitieran una pseudoliberación y un sexo más pasional y lúdico para los hombres.

Parece entonces que se puede ser monógamo por elección, pero no por naturaleza

¿Natural o social?
Si bien la tendencia a hacer pareja es natural, al mismo tiempo la inclinación biológica apunta a la promiscuidad. El enamoramiento tiene un límite que corresponde al ciclo completo que se requería para reproducirse, que empezaba con la conecpción hasta que la cría se defendiera con cierta soltura.

Esa predilección de uno por otro surge por la necesidad de sobrevivencia. El peligro que representaba que una mujer se distrajera en recolección al mismo tiempo que protegía a su hijo era alto. Las madres debían tener protección y comida para sobrevivir ellas y sus crías, y así nacen las figuras de “esposo” y “padre”

Y ¿qué hacía la hembra para garantizar que el donador de genes de calidad, el mejor cazador, el mejor recolector de frutos elegido se quedara con ella el mayor tiempo posible y asegurara la supervivencia propia de su crío? Desarrollaba toda una estrategia de seducción y otra de eliminación de rivales. Agreguemos tres características sexuales particulares de la hembra humana: capacidad de tener sexo cara a cara, capacidad orgásmica y falta de periodo de celo, para copular en cualquier momento. Todo esto favorece a que la mujer establezca vínculos de cercanía e intimidad con su compañero reproductor y se facilite la fertilización saliendo así airosa en el tema del apareamiento.

Sentido evolutivo
En su libro Anatomía del amor, Helen Fisher -bióloga y antropóloga norteamericana- enfatiza que lo que sí nos caracteriza en comportamientos sexuales es la necesidad de garantizar nuestro futuro genético. Desde esta perspectiva, la misma Fisher argumenta que el adulterio tiene un sentido en la evolución: que los machos difundan sus semillas y las hembras diversifiquen su grupo genético y reciban más ayuda. Fisher no es la única antropóloga que considera que no solo nosotros los humanos, sino la mayoría de las especies animales superiores, son polígamas con el fin de lograr una reproducción con mayor diversidad. De hecho, con recientes técnicas de detección genética se descubrió que algunas aves consideradas monógamas, se escapan brevemente de su nido y tienen aventuras con otros pájaros.

Puntualicemos el asunto de que el instinto, en este sentido, no favorece la monogamia, por el contrario, impulsa las relaciones sexuales fuera del vínculo de pareja. A esto se suman las investigaciones de Fisher y otros antropólogos evolucionistas, quienes afirman que los humanos contamos con un equipo biopsíquico que nos permite sentir un profundo apego a una pareja, un amor romántico intenso por otra persona y un deseo de sexo pasional con muchos otros. En ocasiones se pueden ajustar estas tres competencias -con ciertos sacrificios- en una sola persona, no hay duda, pero que generalmente crea una compleja gestión interna, es también una realidad.



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