miércoles, 16 de enero de 2019

El Factor Figueroa: (Mi) Roma

Y mi infancia estuvo separada de la de Alfonso Cuarón, por media cuadra: nos dividía el eje vial. Aunque Tepeji son dos callecitas, por ahí pasa Monterrey que tiene 3 carriles y yo no la cruzaba porque no quería morir atropellada. Y, sinceramente, aunque del otro lado había cosas suficientemente atractivas (como la farmacia donde vendían vasitos de nieve sabor napolitano, el deportivo “Hacienda” y la iglesia, siempre fui muy espiritual) como para jugármela y cruzar corriendo, también acá había mucho quehacer para una niña de ocho años.

Que si la papelería, que si las tortillas, que si mis amigas, que si la casa abandonada y/o embrujada, que si la panadería, que si el cine Las Américas, que si las gitanas que leían la mano (mi hermano, de diecisiete años, las bautizó como ‘las húngaras’), que si mi escuela, que si la sinagoga, que si las clases de danzas polinesias, que si el Vips. Tantas cosas. Me faltaba tiempo y permisos de mi mamá, pero eso nunca fue problema porque me escapaba de cualquier manera.

Debo confesar que aunque amaba mi colonia, tenía la impresión de que éramos medio pobres porque las casas de nuestro amigos en Las Flores o San Jerónimo eran más grandes.

Tuve que ver la película de Cuarón para saber que éramos ‘fifis’ -los niños nunca valoran-porque teníamos 3 coches, casa de dos pisos con varias habitaciones y una sirvienta llamada Petra, más alta y delgada que ‘Cleo’ (la de Cuarón) y era lo máximo.

Cuando era niña, todo me parecía fantástico y me acuerdo de mucho. Mi madre no recuerda lo mismo. Qué triste es la etapa cuando los padres olvidan las cosas y los detalles y te reprochan que inventes al recordar el pasado familiar ¿no?.

Por ejemplo, mamá no recuerda que ganó un concurso de arreglos florales en una tienda departamental y yo me acuerdo con lujo de detalles que me sentía súper orgullosa cuando recibió el premio. Oigan, un adorno hecho con manzanas amarillas, listón azul de terciopelo y un pájaro no se olvidan así como así.

También borró de su memoria los ‘huaraches’ del fin de semana. En cambio yo, tengo grabada la imagen de cada sábado en la mañana cuando me despertaba feliz para la ‘aventura’. Petra, que por cierto se llamaba igual que mi tía abuela de Tampico, me daba la mano y…¡cruzábamos Monterrey! Así como lo oyen. Y ya en el lado ‘Cuarón’ de Tepeji caminábamos hasta el expendio de maíz para comprar masa, porque mi santa madre hacía ‘huaraches’ maravillosos con frijol adentro -ponle tlacoyos-. Un desayuno de campeones, con las notas de “voy por la vereda tropical, la noche plena de quietud con su perfume de humedad. En la brisa que viene del mar, se oye el rumor de una canción, canción de amor y de piedad…” que salían de la consola de la sala.

De no haber sido por Petra, hay muchas probabilidades de que yo no hubiera aprendido a cruzar la calle. Claro, luego desarrollé otras habilidades pero eso no es culpa de nadie.

Ash, qué ganas de ser cineasta y contarlo todo. Es más, todos deberíamos filmar nuestras memorias. O no.



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