Pero debido a un problema de mala comunicación -o ponle, cosas del destino- me acabo de enterar y ahora estoy agobiada por ‘lo que pudo ser’. Ya saben, en los últimos días he pensado que pudimos ser grandes amigos ¡o socios! y desfilar juntos en los festivales de Venecia y Toronto.
Claro, pero como “Dios no le da alas a los alacranes”, solo fuimos vecinos. Lo supe cuando vi Roma (su película más reciente que es una maravilla). Estaba yo, tranquilamente, en el cine Tonalá cuando apareció en la pantalla la dirección de la ex casa de la familia Cuarón, ‘Tepeji 21’ donde se desarrolla la peli y fue ahí cuando me entró la crisis… “¿qué? ¿cómo? ¿por qué nadie me avisó?”
Esta columnista nació y creció en Tepeji 66, en la colonia Roma. Y no es por nada, pero Alfonso se hubiera divertido mucho conmigo porque era una niña súper feliz y ocurrente, y eso, quieras que no, te hace la vida más agradable.
¿Ya vieron Roma? Para mí fue como entrar al túnel del tiempo y reencontrarme con la cuadra, las casas, la banda de guerra que pasaba todos los días y el tremendo amor por nuestra empleada doméstica, la increíble Petra. Me acuerdo perfecto cuando mi mamá nos reunió para avisarnos que ‘la alegría del hogar’ se iba en busca de mejores horizontes (creo que se regresó a su terruño en Oaxaca). Esa despedida fue una de mis primeras grandes tristezas, lloré hasta que me cansé.
La gran Tepeji solo mide dos cuadras y Cuarón vivía en la de allá con 16 años, y yo en la de acá con 11. Mientras otras niñas se quedaban en su casa, yo aplaudía las cáscaras futbolísticas de los más grandes, andaba en bici todo el día, iba a clases de hawaiano y tahitiano a tres casas de la mía (sí, tuve un apasionado desliz con las danzas polinesias), jugaba bote pateado o stop, tiraba agua a los transeúntes el sábado de gloria, corría adelante de los guajolotes vivos que vendían antes de Navidad y era la mejor amiga de vecinos y vagos, aunque mis padres nos tenían prohibido hacer amistad con ‘el Tofas y el Huesos’ porque fumaban mariguana a diestra y siniestra.
Debo confesar que no hice caso a la prohibición, porque era una pequeña mujer sociable y abierta a los descubrimientos. Tanto que, por curiosa (o puede ser que por tonta), me caí de la azotea, volé sobre toda la bonita escalera -igualita a la de la peli, donde ‘Cleo’ sube a tender la ropa. Yo no subí a tender, pero quedé tendida. Mis hermanos me llevaron cargando al consultorio del Doctor Oscar que nos salvaba de todo, porque era doctor y policía a la vez. Era el único en Tepeji que tenía marcado el estacionamiento con pintura amarillo fosforescente en la banqueta, un letrero enorme que explicaba que no te podías estacionar ahí porque el guardián de cuerpos y calles necesitaba tener disponible el lugar en caso de emergencia. Y encima ponía ‘burros’ de madera que, confieso, me sirvieron para cabalgar horas y horas.
Les digo, siempre fui de pequeñas alegrías.
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