lunes, 13 de agosto de 2018

La prueba de la desilusión en el amor

Casi todas las parejas sienten desilusión alguna vez, ya sea pública o de clóset. Si es pública, empiezan a quejarse amargamente de todo: “¿cómo no me di cuenta antes que eras igual de macho que tu papá?”. Si es de clóset, quizá piensen cosas como: “en la madre, su abuela era un elefante que apenas y se podía mover, seguro ella también se va a poner así en unos años”.

La cabeza no nos deja en paz. Nos atormenta haciéndonos creer que cometimos un error al elegir la persona con la que vamos a pasar el resto de nuestros días. Nos asusta notar el lado humano de nuestra pareja: pensar que va al baño y deja olores, se le olvida tapar la pasta de dientes, se pone como loco con el tráfico o le habla feo a su mamá.

Pero hay dos buenas noticias: la primera es que pocos son los desilusionados que se separan o divorcian por cosas así. La segunda es que la palabra “ilusión” en sí es un tanto engañosa, pues significa “concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”.

Cuando nos enamoramos ponemos en el objeto de nuestro enamoramiento una serie de ilusiones que se rompen con la convivencia y con el paso del tiempo. No hay fantasía que resista el mameluco color pistache que se pone cuando tiene gripa o esa barba que deja regada en el piso después de rasurarse y ni de chiste se pone a barrer.

Nos empezamos a poner un poco incómodos. Y esos son los adelantos o anuncios que trae la desilusión, pero todavía no estamos ahí del todo, aún queremos adornar al otro. El arte de “hacerse güey” alcanza nuevos niveles, ya que tratamos de ignorar los “defectitos” y maquillarlos con más dosis de fantasía: creyendo que si pedimos más cosas nuestra pareja cambiará por el enorme amor que nos tiene.

Esta idea es producto de nuestro pensamiento egocéntrico y no está basada en la realidad del otro. Ya lo dice el chiste: “la única vez en que una mujer tiene éxito en cambiar a un hombre es cuando le cambia los pañales”. Y viceversa.

Finalmente, al ver que no pudimos moldear al otro a nuestro antojo, llega la desilusión, desboradad como tsunami incontenible y con su clásico sabor agridulce. Creemos que ya valió todo, ¡pero no! La gran ganancia es que al dejar de la do la ilusión (en el sentido de idea falsa), estamos listos para aprender a amar al otro de verdad, perdonándole que no es perfecto y aceptándolo a pesar (o con todo, más bien) de sus defectos y errores.

Esa es la enorme diferencia entre el amor romántico (que es de color rosa con dorado, tiene ponis y ruedas de la fortuna, pero dura muy poco) y el amor real, el que es por siempre y para siempre, incluso recién despierta, desvelada, sin maquillaje y con charquito de baba en la almohada. O sudado, de genio y con mamitis.



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