Me escribe un lector para pedirme –de la manera más atenta- que dedique ésta columna al atentado homofóbico de Orlando.
El solicitante tendrá que disculparme, pero la columna de hoy está apartada para hablar de amor, música y coincidencias. Perdón, pero si te subes al tren del odio, te hundes.
Prefiero contarles que estoy feliz porque ¡mi hijo me ama! Lo noté cuando cantamos juntos “un calendario, calendario de amor, caaaaalendario de amor, juntos todo el año tú y yo”, en el concierto número 20 de OV7 y Kabbah en el Auditorio.
¿Se acuerdan que les confesé que últimamente su post-adolescencia y mi pre-menopausia nos tenían en guerra permanente y solo nos unían las drogas blandas, las revistas porno y el uso indiscriminado de Whatsapp? Pues juntos hemos rescatado algo increíble: los canciones de Ari Borovoy y su banda.
Uf, tuvimos una noche preciosa. Oigan, qué gran show.
En realidad fue una velada en “plan suegra”, porque mi hijo trajo a su novia (y yo que a todo le doy vueltas, ya me vi como abuela en pocos años ¡madre mía!) pero nos divertimos un montón porque a él le gusta Metallica y yo prefiero a Luis Miguel, pero ésta vez ¡coincidimos! Y bailamos como poseídos.
Sepan que cuando mi hijo tenía 7 años –hace 15- vivimos más de un año en Miami y el disco que oíamos todo el santo día era el de “Shabadabada”, “Enloqueceme” y “Shake shake”. Nuestro mayor éxito juntos era, a dos voces “uh baby, no puedo esconderlo, siento en todo el cuerpo, la locura de tu amor…”
Ya luego nos regresamos a México, Alex creció, me divorcié, me enamoré, me desenamoré, trabajé mucho, me corrieron, regresé a trabajar, tuve un amor, nos peleamos, volvimos, tronamos, engordé, adelgacé, volvía engordar, enflaqué, me salieron pelos en lugares rarísimos, nos cambiamos de casa cuatro veces, publiqué dos libros, mi hijo tuvo varias novias, entró a la universidad, cumplí 50 y sigo cantando las mismas.
Es lo máximo estar entre millennials, porque te contagias de nuevas formas de andar por la vida y te sientes muy cool. Claro, hasta que te das cuenta que ahora se baila diferente y tú te mueves con viejas técnicas, como aplaudir o deslizar los hombros con ‘la ola’.
Por ejemplo, hubo un momento en el que gritaban por el micrófono “¡todos brincando!” y yo solamente reboté un poquito porque pensaba que se me iban a descalcificar las rodillas, se me caerían las pompas o que en el mejor de los casos, iba a perder el equilibrio y azotar sobre alguien. Soy una optimista.
Por fortuna, mi amigo Pedro Torres también estaba ahí y me salvó de quedar anotada como la única persona acalambrada de la audiencia. Eso sí, me integré a la modernidad alumbrando con mi celular las baladas. ¿Se acuerdan cuando prendíamos los encendedores y solo aguantábamos media canción antes de quemarnos los dedos?
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Todo lo anterior valió la pena porque el concierto fue de éxito tras éxito y estuvo buenísimo…¡hasta recuperé la memoria! Ahora que se me olvida todo, me sabía perfecto hasta la letra de “Susanita tiene un ratón”. Ya sé, soy una mujer rara.
Por cierto, me gustó ver a Kalimba en el escenario: que cuate tan talentoso. Lo mejor es que me hizo pensar que no importa que te vayas, porque siempre hay una manera de regresar.
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