Mi hijo nació ciego hace veinticinco años. La felicidad infinita de su nacimiento se opacó a los pocos meses al no verme reflejada en sus ojos negros, grandes, hermosos y, sin embargo, inexpresivos, que me veían sin mirar. No sonrió a los tres meses y eso detonó una alarma en el fondo de mi corazón de madre. Algo estaba muy mal. Esa mañana en el hospital público me dieron la sentencia: Glaucoma congénito. Y comenzó la invasión a su cuerpo, pero no a su espíritu. Gotas, inyecciones, cirugías y caras de preocupación de los médicos para darme noticias cada vez peores. Todo esfuerzo fue inútil, la ceguera lo sumió en la oscuridad, sin permitirle ver el mundo, un rostro humano, un amanecer, su mismo rostro, sus cabellos chinos, negros y alborotados, sus labios gruesos, su nariz de pellizco y sus ojos tan hermosos como inútiles, mi niño era bello, no solo a mis ojos de su madre, si no a los de todos los demás. Era de esos niños que hacían que se detuviera el tiempo para mirarlo pasar.
Con mi esposo teníamos una papelería en la colonia portales y nos repartíamos el tiempo para atender a la clientela. Solidario, se quedaba con mi otro niño, al principio. Tuvo que agarrar un taxi para ayudar con los gastos con las gotas, con las cirugías. Se iba a las seis de la mañana y regresaba en la madrugada. Dos años aguantó. Una madrugada ya no regresó. Peregriné por hospitales, por funerarias, por estaciones de policía, hasta que su mamá me dijo que se había ido al otro lado, que se había partido el alma y que no podía más con la carga. No se fue a ningún lado, se encontró a otra mujer, hizo otra familia, una familia bonita, sana.
Me encontré sola con mis hijos. Con mi hijo invidente, que trepaba mi cuerpo para alcanzar mi cara, explorarla detenidamente con sus deditos. Cada detalle, cada comisura, cada relieve, cada arruga, fueron terreno de su paso constante y fino, como de un escultor. Cuando pudo juntar las sílabas de mamá, mojé sus dedos con mis lágrimas de emoción y frunció su ceñito, extrañado, cuando las llevó a su boca y probó por primera vez la sal de mi felicidad.
Vendí la casa, que era lo único que me quedaba, por consejo de mi cuñado, con el único afán, de ayudarme con los gastos, y al final, me quedé sin nada, mi cuñado tampoco regresó el día que la vendió. Con lo poco que ganaba los dejaba en una guardería a las cuatro de la mañana para irme a trabajar a las casas en la colonia del Valle. Los recogía en la tarde para llevarlo a la escuela de invidentes de la colonia doctores, donde aprendió a usar el bastón y el sistema Braille.
Terminamos en un cuarto de azotea, que nos prestaron con tal que les lavara la ropa a los de la casa. Ahí crecieron mis hijos. Hace cinco años, empecé a tropezarme con las cosas, a pegarme en la cabeza, a caer en la calle, algo pasaba con mis ojos que me comenzaron a fallar. Hasta que un día ya no vi. Mis hijos me llevaron al hospital de oftalmología. Era un glaucoma agudo, tuve seis cirugías y nada pudieron hacer por mi visión.
Hoy me cuida Ángel, mi hermoso hijo invidente, como yo. Estudió comunicaciones y trabaja con una empresa que desarrolla aplicaciones para personas que no ven. Esta carta la está escribiendo él. Con facilidad plasma las ideas que torpemente le voy dictando. Mi otro hijo, el que ve, también se desentendió de mí. Lo último que me dijo es que le daba pena que lo vieran conmigo. Y el que me tiene como reina es Angelito, me procura, me lleva a los hospitales y todas las tardes se sienta conmigo a platicar y tomar café. Se casa pronto con una chica que ve y que lo quiere, como yo lo quiero a él. Hoy somos felices en nuestras tinieblas, pero arropados por la luz deslumbrante del amor que nos tenemos. Los demás, son lo de menos.
Esta es una carta que resume lo mucho que podrían escribir mis pacientes en más de 20 años de experiencia profesional. Mujeres que han entregado su vida a sus hijos y su familia. Es un pequeño homenaje a ellas en el Día Internacional de la Mujer.
¡Nos vemos en una semana!
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