miércoles, 1 de febrero de 2017

El Factor Figueroa: Con fe

En esta columna iba a contarles mi larga, cariñosa y divertida charla con Diego Luna la noche que lo encontré en una función de El Hombre de la Mancha. Sé que debo guardar los secretos de los amigos –ponle cercanos con un grado de cariño- y no repetir lo que me cuentan los famosos. Pero me dije “no importa, es Diego, el hombre del momento y los lectores tienen derecho a saber cosas de su vida como, por ejemplo, si se piensa casar con Suki Waterhouse -la modelo rubia que lo acompaña a todas partes-, o si piensa reconciliarse algún día con Camila Sodi o, ya de perdida, cuál es su próximo proyecto”.

Bueno, el caso es que, a pesar de mi disposición a soltarlo todo, no podré decirles nada sobre mi reencuentro con el protagonista de la nueva película de Star Wars porque ¡no hablamos nada!

Solo dos filas del Teatro de los Insurgentes nos separaban, pero la obertura había arrancado y solo pudimos saludarnos y lanzarnos besos a distancia. Y eso, objetivamente, no aporta nada a nadie.

Así que solo podría platicarles de la puesta en escena y ¿saben qué? A mí eso de las obras cantadas, comedias musicales o señores bailando con música de fondo (como Lord of the dance y eso) no me agrada. Desde luego, reconozco que la producción de El Hombre de la Mancha es maravillosa, pero cuando empezó lo de “con fe lo imposible soñar, al mal combatir sin temor, triunfar sobre el miedo invencible (¿así va? Jajaja)…ese es mi ideaaaaal, la estrella alcanzaaaar, no importa cuan lejos, se pueda encontrar”, yo ya estaba dormida soñando que me hacía ‘harakiri’.

Soy como las hadas, pero al revés: cuando alguien canta y baila, yo me muero

A mí ponme salsa o si quieres bailo mambo, pero “amar la pureza sin par, buscar la verdad del error y vivir con los brazos abiertos…” , no puedo. Siento que me da algo.
Es curioso, pero si me preguntan cuál fue mi actividad más recurrente de niña, contestaría sin pensar que ir a comedias musicales todos los fines de semana. Algunas hasta las veía más de una vez, las aprendía de memoria y compraba el disco para cantar en casa. Pero tanto fue el cántaro al agua, que se rompió.

No sé si la vida trata de mandarme un mensaje o qué, pero el sábado fui al cine a ver la película más polémica y premiada del año, la famosa “La la land”, que como su nombre lo indica, es también cantadera pura.

Cuando me paré frente a la taquilla para escoger, estaba entre la historia de un monstruo con cáncer o la de unos perros que hablan. Y debo confesar que estaba dispuesta a soplarme a los perros para entender más a mi mascota, pero la única disponible en horario era la multi nominada La, la land y pensé “total, veo a Ryan Gossling y de paso me subo al tren de los Oscares”.

No, no, no. Nada más les digo que en el ‘opening’ de la película sentí taquicardia de la bailadera y la cursilería. Y rezaba ‘por favor Diosito que no sea así toda la película’ (o sea, no chingues, ahí viene el ‘con fe lo imposible soñar’), por suerte mis ruegos fueron escuchados en el cielo y al final, hasta me gustó.

No se las voy a contar, pero deben saber que verla es un ejercicio de paciencia.

Por favor, no se confundan y no crean que soy una mujer amargada por la vida y que por eso no soporto los musicales y su miel. No, al contrario, nunca he sido tan romántica y tan partidaria del amor y sus formas de expresión (no se rían, por favor) como ahora, en plenos cincuenta. ¡Amo bailar y cantar! Pero no sé, tal vez tengo una especie de tara que se desata con ciertas melodías. Tampoco puedo explicar por qué me gustan las cosas chinas y odio los champiñones, por ejemplo.
Una y sus misterios.



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